Hablaba meneando la mano, refocilándose con cada palabra que expulsaban sus labios cenizos. Sentado, parecía aún más obeso que de pie: la enorme barriga había entreabierto la bata y latía flujo y reflujo acompasados. Cabral imaginó aquellos intestinos delicados, tantas horas en el día, a la laboriosa tarea de deglutir y disolver los bolos alimenticios que tragaba esa jeta voraz. Lamentó estar allí ¿Acaso el Constitucionalista Beodo lo iba a ayudar? Si no tramó esto, en su fuero íntimo lo estaría celebrando como una gran victoria contra quien, por debajo de las apariencias, fue siempre un rival.
La fiesta del chivo - Mario Vargas Llosa.
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